Se sienta en la butaca de su
salón y enciende un cigarrillo. Como cada día, a la misma hora, en la misma
postura, los mismos pensamientos. Deja el mechero y la cajetilla sobre la mesa.
Todo empieza con la primera calada. Ella, ella, ella. Se fija en el fino hilo
de humo que sale del cigarro sujeto por su mano inmóvil. Le recuerda a su
fragilidad, delicadeza, belleza. Le da otra calada. El humo se expande y
distorsiona a su merced. Su locura, pasión, atrevimiento, picardía. Le da otra
calada. Poco a poco se va formando una densa capa de humo. Sus manías,
quebraderos de cabeza, enfados. Sopla y el humo se disipa. Su amor, su forma de
luchar, sus ganas de hacerlo bien. Le da otra calada. Sus problemas,
discusiones, sus porqués. El humo entra cada vez más caliente en sus pulmones.
Su indiferencia, conformidad, dejadez. La respiración se hace más pesada. Le da
otra calada. Ella, ella, ella. Observa con detenimiento su cigarro casi
consumido. Desengaño, dolor, tristeza. Le da una última calada y lo apaga.
Suspira aliviado. Levanta la mirada para ver el rostro de la persona que acaba
de apoyar la mano sobre su hombro. Sonríe y recuerda porqué ella no merece más
que un recuerdo disipado en el humo de un cigarrillo.